by Maria Rotger

La palabra, o quizá mejor, la concatenación de palabras que forman un discurso, oral o escrito, ha suscitado desde lo más antiguo una curiosidad enorme porque tiene una capacidad extraña y maravillosa: influye en los demás. Por consiguiente, ser un maestro en el dominio de la palabra, en el hablar bien, puede llegar a conferir poder (y autoridad). No es de extrañar que su estudio venga de bien lejos, concretamente del siglo IV a.C., fecha de la publicación del tratado griego, De Ars Rethorica, de Aristóteles. Y aunque la retórica sea una de las disciplinas más antiguas, sigue estando hoy bien vigente. Con saber que su objeto de estudio es la persuasión, esa capacidad para influir en los demás, para conseguir que cambien su actitud o su comportamiento, por medio de las palabras, ya nos hacemos una idea de su modernidad, en lo político especialmente.

Dicen que la retórica nació ligada a un proceso judicial relacionado con la recuperación de tierras expropiadas injustamente. En ese juicio se debió percibir la necesidad de dominar el habla, la oratoria, para convencer al público. Pero la retórica nunca tuvo buena fama y, a decir por las expresiones que conservamos actualmente, tampoco hoy en día. La causa de su desprestigio se puede atribuir a su vinculación con los sofistas y a su arte de enseñar a persuadir en beneficio propio, con trampas dialécticas. Formular una pregunta retórica no implica obtener respuestas a nuestras dudas, sino todo lo contrario, nos sirve para afirmar con más rotundidad y de manera más eficaz lo que estamos diciendo. Se trata pues de un engaño. Otra trampa del lenguaje seria una disculpa retórica, porque tampoco sirve para pedir perdón. Si lo pensamos bien, resulta que cuando añadimos el adjetivo retórico a una palabra del decir se niega o se anula el contenido del nombre…

Y con todo, decía, y con razón, Xavier Laborda hace unos veinticinco años, que el término retórica sabe a rancio. La explicación que aportaba el profesor refería a la asociación de esta palabra con la imagen de un tomo grueso y pesado sobre oratoria. Pero también podría ser que, conservando todo su valor como disciplina independiente, hubiera quedado solapada o fagocitada por otra mucho más moderna: la pragmática.

LA PRAGMÁTICA

En efecto, parece ser que académicos y lingüistas admiten que entre los precedentes más remotos de la pragmática se encuentran los antiguos retóricos. No es difícil imaginar la relación que las vincula si tenemos en cuenta lo que decía J.L. Austin, que el hablar tiene muchas utilidades, siendo una de ellas, como hemos visto, el de persuadir e influir. No es por casualidad que se le llame pragmática a esta disciplina de la lingüística que, a grosso modo, estudia el uso del lenguaje en contexto, y que el adjetivo “pragmático” se aplique, precisamente, a las personas que son hábiles en el arte de negociar, es decir, de convencer, de seducir.

El británico John Langshaw (o más conocido como J.L.) Austin fue un filósofo del lenguaje que propuso a mediados del siglo XX, en How to do things with words, la teoría de los actos de habla. Esta teoría, que inició una de las líneas de investigación de la pragmática más importante, concibe el lenguaje como una forma de actuar intencionada que se interpretará de una forma u otra dependiendo del destinatario o persona a la que se dirige, y del contexto. Cuando producimos un acto de habla, que sería la unidad básica de la comunicación, estamos haciendo ya tres cosas: un acto fónico (emitimos una serie de sonidos), un acto fático (emitimos una secuencia gramatical siguiendo una estructura como Sujeto, Verbo, Objeto) y un acto perlocutivo (la reacción que provoca en el emisor).

Si estáis interesados, podéis consultar una de estas referencias básicas:

Escandell, M.ª Victoria (1996). Introducción a la pragmática. Anthropos: Madrid.

Reyes, Garciela. (1990). La pragmática lingüística. Barcelona: Montesinos.

Reyes, Garciela. (1995). El abecé de la pragmática. Madrid: Arco Libros

Una de los ejemplos más claros de que el hablar sirve para hacer cosas son los enunciados performativos (del inglés to perform, realizar, llevar a cabo algo) o realizativos. Se trata, además, de un acto de habla directo porque cuando lo emitimos, en buenas condiciones, se realiza al momento. Pensemos en la frase “yo te bautizo…” pronunciada por un párroco durante la ceremonia del bautismo. Dicho y hecho, desde ese preciso instante la criatura ha recibido el primer sacramento de la Iglesia católica.

Un Medio para Lograr Objetivos

Y para acabar, os invitamos a hacer un ejercicio que consiste en pensar, la próxima vez que hablemos, qué estamos haciendo en realidad o, mejor dicho, con qué objetivo hemos emitido esa frase: ¿no será que estamos persiguiendo un objetivo por insignificante que sea? Al fin y al cabo, “comunicarse es lograr que el interlocutor reconozca nuestra intención”.

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